Del manuscrito de “ZYKË – La aventura” por Thierry Poncet

 

-Ahora no. Estoy haciendo un rastreo antes de hacer el negocio importante. Cuando vuelva, te compro por kilos.
-Entonces recibe este trozo para ti, es un regalo…
-Que amable, hermano, cuando vuelvo, te compro a ti, prometido…

Tras quince días con este régimen, salimos de las montañas para alcanzar la zona española de Melilla.
Dos evidencias se imponen.
Uno: estamos completamente locos. Permanentemente fumados.
En cualquier momento nos atacaban unas risas imparables o crisis de aullidos obscenos.
Dos: aunque liáramos los conos más enormes que se puedan imaginar, no lograremos fumar todo el costo que nos queda antes de presentarnos en la aduana.

Zykë decreta:
-Hay que comerlo, chicos. Vamos, cada uno su parte. ¡Mastiquen, coño!
Y tragamos, trozo tras trozo, una bola de unos treinta gramos cada uno.

Para colmo, nos perdemos y deambulamos mucho tiempo sobre los caminos que serpentean a través de un llano pedregoso para finalmente llegar, al caer la noche, a un puesto fronterizo aislado.
Puertas y ventanas cerradas.
Silencio total.
Ninguna luz.

 

Calle Marruecos

 

Estos cabrones han cerrado para la noche, se queja Flaco. ¡Moros hijos de puta!
Está enfurecido, cara asqueada, puños cerrados, gritando a todo pulmón.
Después de dos meses aburriéndose como una ostra en nuestro fortín, está hasta la coronilla del Maghreb.
Pataleando como un niño furioso, grita a la luna una oleada de insultos racistas. Palabras malvadas, feas, que caen de su boca al suelo con un sonido repugnante de cuerpo flácido y huyen arrastrándose entre las piedras.
Grito:
-¡Cuidado, amigo, estás escupiendo lagartos!
Zykë se ríe.
-Tranquilo, amigo, vamos puestos.

El hachís ingerido tarda más en hacer efecto que cuando se fuma pero también es muchísimo más fuerte.
Esa noche de espera delante de la barraca de los aduaneros es un largo y triple delirio alucinatorio.

Flaco encuentra unos materiales de construcción, entre los que hay un cubo de pintura. A toda costa quiere hacer pintadas “Moros fuera” en la fachada. Zykë y yo, riéndonos sin parar, hacemos grandes esfuerzos para disuadirlo.
Nos entretenemos tirando piedras en la puerta y las contraventanas del puesto.
Bramamos.
Cantamos a todo pulmón.

Todavía recuerdo haberme acurrucado contra un muro de piedras mientras que el sueño me tragaba muy lentamente, como una ola de alquitrán, y que Zykë tumbado en el Mercedes, los dos asientos delanteros reclinados, escuchaba Mink de Ville a todo volumen.

Luego es la noche negra.

-¡Tú despertar!
Una mano brutal me sacude. Voces guturales y agresivas me dan órdenes.
Emerjo de mi coma como de un lago profundo de aguas oscuras.
Con un esfuerzo de todo mi ser, levanto las persianas de plomo que son mis párpados.
Para descubrir, encima mío, recortadas sobre el cielo azul luminoso, cinco caras bigotudas cubiertas de gorras militares.
La quíntupla mirada severa inclinada sobre mi que me recibe en la realidad es el, universal, de la autoridad ultrajada.
-¡Tú levantar y dar documentos ahora mismo!

¡El puesto fronterizo está abierto, eso sí!
¿Quien hubiese imaginado que un edificio tan pequeño pudiese contener tantos hombres?
Son una buena veintena en el terraplén. Los más alejados forman un círculo, fusil en bandolera. Los demás, apiñados alrededor del Mercedes, bajo la dirección de un suboficial de hombreras, registran el contenido de nuestras bolsas esparcido en el suelo.
Flaco, rodeado de uniformes, vacía con desprecio los bolsillos de su cazadora.
Zykë, los ojos enrojecidos, observa todo el follón fumando un cigarro.

Un gordo embutido en su uniforme abre el baúl que contiene mi papelería y encuentra el manuscrito.
-¿Qué tú escribir, es política?
-Soy yo quien escribe, interviene Zykë, y no es política.
-¿Escribes sobre Marruecos?
-No.
-¿Tú insultas la religión?
-No.
El obeso hace mueca de incredulidad bajo su bigote, nos mira con maldad, observa nuevamente el manuscrito, se rasca el culo, los huevos, y nos ordena:
-¡Tú venir conmigo ver oficial!

Nos recibe un tío joven, con parecido instruido, vestido de una camisa kaki de mangas cortas y hombros galoneados, en una minúscula oficina amoblada con un pupitre rasguñado.
-Habéis causado muchos desórdenes esta noche…
-Hemos tenido un largo viaje, nos relajamos un poco, contesta Zykë.

El tío contempla el manuscrito depositado sobre el escritorio, ceño fruncido detrás de sus finas gafas.
-¿De qué se trata?
-Soy escritor. Esto es el manuscrito de mi último libro.
-No estamos en Francia, señor. No puede escribir sobre Marruecos sin previa autorización.
-No trata de Marruecos. Este libro es una obra de imaginación…

Sin contestar, el oficial abre el manuscrito.
Escrutinio.
Lee detenidamente la primer página, pasa una decena, lee nuevamente siguiendo las lineas con su dedo largo, salta veinte páginas y sigue así.

Zykë sigue impasible, de una tranquilidad mineral, ocupado en invadir el pequeño espacio con el humo de su cigarro.
Menos mal que me pidió corregir el texto… ¡El instinto de aventurero existe!
En el mismo instante en que hago esta reflexión, una terrible duda me estremece: y si, a pesar de toda la atención, me he olvidado de cubrir de tippex alguna palabra!
Una avalancha de sudor picante baja lentamente por la raya de mi culo mientras que me imagino frente a una corte de jueces de turbante acusándome de haber reemplazando el nombre bastante sagrado del rey por Ojete VII.
-Te damos perpetua, francés blasfemo.

Por fin, el joven funcionario austero cierra el manuscrito y suspira:
-Vale, podéis iros…
Melilla, por fin.
En el control de frontera español, es la vuelta a la civilización occidental, sus flechas blancas sobre el asfalto bien liso, sus señales prohibidoras y sus barreras eléctricas.

Unos metros antes de la frontera propiamente dicha, una gran banderola atraviesa la ruta para avisar a los viajeros que es su última oportunidad de deshacerse del hachís que podrían poseer. Más allá de ese límite, indican en letra grande, el estado español los considerará como traficantes.
¡Y que se van a enterar!

Todavía puestos, aliviados de habernos librado de los polis marroquíes, Flaco y yo nos reímos sonoramente al leer la banderola.
Zykë frunce el ceño, pero ya es tarde: dos individuos bronceados y bajitos, vestidos de camisas blancas de mangas cortas, con buenas caras de polis, ya vienen a por nosotros, identificaciones oficiales en mano.
-Aduana, señores…

Les decimos que no tenemos hachís pero, curiosamente, se niegan a creernos.
Llevan el Mercedes a un taller cercano para desmontarlo.
Ruedas, asientos, interior de puertas… Van hasta meter una varilla en el depósito para verificar que no esté lleno de sustancias ilícitas.
Sentados en la terraza de la cafetería vecina, los miramos trabajar mientras comemos un generoso desayuno occidental, con tostadas y zumo de naranja.
Al final, uno de ellos, claramente decepcionado, se planta delante de nuestra mesa, observa un momento en silencio nuestros ojos rojos y nuestras caras exhaustas y nos lanza:
-¿Lo han comido al hachís, no?
Zykë traga educadamente su bocado de croissant antes de asentir.
-Si señor.
La cara asqueada, el tío barre el aire delante de él, invitándonos a desaparecer lo más rápidamente posible y para siempre, de su universo.

No se ha terminado.
Después de este incidente en la frontera, toda la pasma de Melilla piensa que somos una banda de odiosos traficantes.
Apenas Zykë nos ha alquilado habitaciones en un hotel que un vehículo pío se aparca frente al porche, sirenas sonando.
-¡Policía!
Un equipo de guardias civiles registra nuestros equipajes, otro el vehículo, mientras que un oficial nos invita a un paseo en furgón hasta la comisaría central.

El inspector que se ocupa de nuestro caso es un hombrecito gordo con un fino bigote de cantante de opereta.
Zykë le explica con paciencia que está perdiendo su tiempo:
-Nuestros documentos están en orden y no transportamos nada ilegal.
El tío no puede impedir reírse.
-Escucha, hombre, soy oficial de policía. En la policía nos enseñan a reconocer los bandidos. Y tú eres un bandido.
Zykë no le niega su sentido de la observación de poli.
-Tienes razón, antes era un bandido, pero ahora soy escritor.

Son necesarias varias horas para convencer al digno funcionario que es la improbable pero absoluta verdad.

 

 

Si lees el francés puedes reencontrarte con Thierry Poncet en su serie de aventuras : Haig. Tres volúmenes : Le Secret Des Monts Rouges ;Les Guerriers Perdus ; Le Sang Des Sirènes. Disponibles en www.taurnada.fr.

El blog de Thierry Poncet : blog.thierryponcet.net

primera parte de la aventura

(traducción El Supersativa)